Viena, capital por pompa y galones de la vieja Europa, conserva con
altivez su ademán decimonónimo. Decadente por inercia, se
deleita recordando el glorioso pasado de lo que fue la Gran Viena, cuyas
avenidas, como la Ringstrasse, marcaron el recorrido de imponentes
desfiles militares y funerales de estado.
Ciudad Imperial, pasto de cortes ilustradas, uniformes abotonados y fachadas rococó. La Viena de Sisí, lánguida e ilustrada, en la que (se veía venir) acabaría irrumpiendo el diván de Freud para señalar con el dedo al superego encorsetador.
La ciudad fue un referente intelectual a todos los niveles. El más evidente es la música. Bajo el regazo de emperadores ilustrados, como José II o Francisco I, Viena escuchó a Mozart, Schubert o los valses de Strauss. Prueba de ello la encontramos en el Musikverein, templo del pentagrama, donde se celebra el célebre concierto de año nuevo, al son y palmas de la marcha Radetzky.
Pero el símbolo más claro del poderío de Viena lo encontramos en sus palacios imperiales. Como si de un golpe en la mesa se tratase, arrogante, y con motivos, Viena pareció decirle a Europa: ahí los tenéis, admiradme.
Por un lado el de Hofburg, cuyas suntuosas estancias pueden visitarse, al igual que el museo de Sisí que alberga en su interior. Y por otro, el palacio veraniego de Schönbrunn, lugar de reunión del Congreso de Viena de 1815, donde se redefinió el futuro de la Europa post- napoleónica.
El impresionante rococó apastelado de su fachada resulta casi apetecible al diente. También se puede visitar el Palacio Belvedere, del siglo XVIII, y sus jardines versallescos, que de tan bonitos, resultan inapelablemente cursis y deliciosos.
No muy lejos del palacio de Hofburg se encuentra la Cripta de los Capuchinos. Ahí reposan los huesos de los emperadores del Sacro Imperio y del posterior Imperio Austrohungaro, entre ellos, el de la emperatriz Sisí. Pero para hacerse una idea de la pompa de la corte hay que visitar el Schatzkammer, el museo del tesoro imperial, donde podrás ver la corona del imperio, nada comedida en joyas y oro,y la cuna del rey de roma, título honorífico propio del del Sacro Imperio.
Y cómo no podía ser de otro modo, Viena tiene una catedral a la altura de las circunstancias: la de San Esteban, donde podrás ver el pórtico de los gigantes y la puerta de los cantores. Y lo mismo sucede con edificios públicos como la Biblioteca Nacional, donde destaca la impresionante Prunksaal con sus columnatas de mármol y estanterías de madera maciza que ascienden a metros de altura. Para quién le guste la hípica, será obligatorio visitar la Escuela Española de Equitación, donde se realizan entrenamientos abiertos al público, si bien es difícil conseguir sitio.
Después, ya sólo queda adentrarse por sus calles, como por ejemplo, por el barrio judío, cuyas calles desembocan en el Danubio. O pasear por Fleischmmark, una calle rodeada por numerosos establecimientos de ultramarino, hasta acabar en la Josefsplatz, donde la armonía se adapta como un guante a la cuadrícula centroeuropea: edificios armoniosos, simétricos, que imponen sensación de grandeza. Viena en estado puro. Y después, más estado puro (pero a la taza, y de chocolate), al abrigo de cualquiera de sus célebres cafés, como el Sperl, Mozart o Landtmann.
Ciudad Imperial, pasto de cortes ilustradas, uniformes abotonados y fachadas rococó. La Viena de Sisí, lánguida e ilustrada, en la que (se veía venir) acabaría irrumpiendo el diván de Freud para señalar con el dedo al superego encorsetador.
La ciudad fue un referente intelectual a todos los niveles. El más evidente es la música. Bajo el regazo de emperadores ilustrados, como José II o Francisco I, Viena escuchó a Mozart, Schubert o los valses de Strauss. Prueba de ello la encontramos en el Musikverein, templo del pentagrama, donde se celebra el célebre concierto de año nuevo, al son y palmas de la marcha Radetzky.
Pero el símbolo más claro del poderío de Viena lo encontramos en sus palacios imperiales. Como si de un golpe en la mesa se tratase, arrogante, y con motivos, Viena pareció decirle a Europa: ahí los tenéis, admiradme.
Por un lado el de Hofburg, cuyas suntuosas estancias pueden visitarse, al igual que el museo de Sisí que alberga en su interior. Y por otro, el palacio veraniego de Schönbrunn, lugar de reunión del Congreso de Viena de 1815, donde se redefinió el futuro de la Europa post- napoleónica.
El impresionante rococó apastelado de su fachada resulta casi apetecible al diente. También se puede visitar el Palacio Belvedere, del siglo XVIII, y sus jardines versallescos, que de tan bonitos, resultan inapelablemente cursis y deliciosos.
No muy lejos del palacio de Hofburg se encuentra la Cripta de los Capuchinos. Ahí reposan los huesos de los emperadores del Sacro Imperio y del posterior Imperio Austrohungaro, entre ellos, el de la emperatriz Sisí. Pero para hacerse una idea de la pompa de la corte hay que visitar el Schatzkammer, el museo del tesoro imperial, donde podrás ver la corona del imperio, nada comedida en joyas y oro,y la cuna del rey de roma, título honorífico propio del del Sacro Imperio.
Y cómo no podía ser de otro modo, Viena tiene una catedral a la altura de las circunstancias: la de San Esteban, donde podrás ver el pórtico de los gigantes y la puerta de los cantores. Y lo mismo sucede con edificios públicos como la Biblioteca Nacional, donde destaca la impresionante Prunksaal con sus columnatas de mármol y estanterías de madera maciza que ascienden a metros de altura. Para quién le guste la hípica, será obligatorio visitar la Escuela Española de Equitación, donde se realizan entrenamientos abiertos al público, si bien es difícil conseguir sitio.
Después, ya sólo queda adentrarse por sus calles, como por ejemplo, por el barrio judío, cuyas calles desembocan en el Danubio. O pasear por Fleischmmark, una calle rodeada por numerosos establecimientos de ultramarino, hasta acabar en la Josefsplatz, donde la armonía se adapta como un guante a la cuadrícula centroeuropea: edificios armoniosos, simétricos, que imponen sensación de grandeza. Viena en estado puro. Y después, más estado puro (pero a la taza, y de chocolate), al abrigo de cualquiera de sus célebres cafés, como el Sperl, Mozart o Landtmann.
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